Gregorio había llegado hacía pocos meses a ese pueblo perdido del campo a fin ocupar el puesto de peón principal en una estancia del lugar. Tenía treinta y cinco años, rasgos viriles, y el aspecto de su fisonomía correspondía a la de un hombre de elevada fortaleza. Su piel estaba resquebrajada por el sol y sus manos raídas por el trabajo de la tierra. Tales atributos, así como esa mirada penetrante que aparentaba saber todo sobre la mirada de los demás, parecía constituirse en el espejo por donde se proyectaba su pasado.
Más allá de eso, Gregorio, se había ganado rápidamente el respeto de sus compañeros de trabajo, debido a que era un hombre muy contenedor y si por alguna razón tenía que marcar alguna falta, lo hacía mediante el ejemplo y la enseñanza, sin enojarse ni ofender a nadie.
Sin embargo, los que lo conocían solamente de vista o por versiones, lo llamaban “el extraño”, en parte porque era muy callado, aunque también porque respondía de una manera poco común a las preguntas que se le hacían.
Tal vez, existía un gran motivo por el que a Gregorio no le gustaba responder a interrogatorios, aunque había una interpelación que por sobre todas las cosas, rechazaba con todo su ser. Era esa pregunta tácita que el presentía tras cada saludo de los pueblerinos al pasar. Se trataba del interrogante que una vez alguien se atrevió a manifestar, referido al dilema que provocaba esa senda que tomaba por las tardes después de la jornada laboral. Interrogante al que Gregorio con muestras de reticencia, respondió
-“No hay trayecto sin camino, el camino es la verdad”-
En aquel momento, a medida que la respuesta iba corriendo de boca en boca, nadie parecía entender lo que el extraño había querido decir, pero igualmente, tampoco ninguno más se atrevió a querer romper el enigma que ocultaba el destino hacia dicho lugar.
Las mujeres solteras del pueblo estaban extasiadas con él y entretejían un gran despliegue de fantasías con respecto a su pasado.
En tanto, Don Jaime, un anciano que hacía dos años, se había instalado en el pueblo, se había quedado sorprendido con la explosión de modificaciones en el humor que había provocado la llegada de ese extraño. Era como si él les hubiera inoculado inyecciones de energía y con ello hubiera matado la rutina. Hasta presentía cierto nivel de entusiasmo en su hija Lucía quien estaba pasando sus vacaciones con él.
Aunque esa tarde, Don Jaime pudo comprender lo que antes se había negado a ver. El hecho se dio cuando Lucía, salió con el pretexto dar una vuelta, y el trató de ordenar unos apuntes que su hija había dejado descuidados sobre el escritorio. Fue así como entrevió que aparentemente estaban referidos a las sensaciones que Gregorio provocaba en los habitantes del poblado y sintió curiosidad por leerlos. Entre tales definiciones, Lucía había escrito.
“lo veían como un caminante arriesgado, misterioso, que nadaba siempre entre esos interrogantes obstinados que a las mujeres les daban ganas de adivinar…” y agregaba, que
“esto se producía simplemente, porque él tenía emblemas de ríos sosteniéndole la mirada, ríos de introducciones hacia alguna paz. Que, para ellas, un mecanismo inerte le raía asilos en el alma, le encendía silencios como osadías, formando riberas en su soledad. Que las mismas, idealizaban esa imagen, que se imponía como la de un hermoso opresor saturando otro día más…” más adelante, a la vuelta de una página, continuaba.
“lo que ellas no veían, era que, en él extraño, había un rayo salpicando anhelos, dando penumbras, que buscaba por la ribera una frase más…”. Y en otra parte, seguía.
“Que, en tanto esa tarde, mientras él se alejaba por la senda, alguien trenzaba llamaradas de ilusiones en su pelo, como si la vida fuera solo esa bruma que nunca se pudiera esparcir y poblara toda la realidad. Que alguien, salía risueña, besando ramadas de tilos por la senda de las sensaciones entrelazadas de fantasías. Que todo la acompañaba esa tarde como si fuera a encontrarse con cascadas de estrellas después de la agonizante espera hasta el ocaso del sol. Nadie se lo imaginaba. Gregorio estaba gimiendo el encuentro y ella brumando los tiempos para poder llegar...”-
Fue así como Don Jaime sin quererlo, casi en un instante develó los secretos del pueblo y por un largo rato, se quedó paralizado observando por la ventana como la noche recién llegada iba desparramando las sombras y las estrellas sin preguntar. Finalmente, exhaló un suspiro y dejó los papeles en el escritorio como estaban, tomó su pipa y salió a fumar a la galería mientras buscaba esa estrella que con el correr de los años se había convertido en su mejor compañía, para comentarle sobre lo sorprendente que se volvían a veces esas cuestiones del atardecer.
- por Cristina Ferreyra.
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